LOS SUFÍES Y EL PENSAMIENTO HISPÁNICO
Los sufies surgieron en el s. VIII, recogiendo sus doctrinas de fuentes tan diversas como el Irán de Zoroastro, los misterios egipcios, el budismo hindú o el ascetismo cristiano. Con la expansión del Islam oficial va unido un trasvase de ideas de estos sabios místicos y filósofos que enriqueció tanto a Oriente como a Occidente.
En toda religión se habla de un centro, de un lugar sagrado en donde reside la divinidad; un círculo sin principio ni fin que se define por un punto, su centro, que a la vez está fuera de él. Ambos son símbolo de lo eterno, lo imperecedero. Y en toda religión hay siempre unos guardianes del centro, unos monjes guerreros que han luchado por conseguirse a sí mismos, en una paulatina iniciación a los misterios sagrados. Para ello habrán de pasar pruebas, cruzar el laberinto, llegar a matar al monstruo, símbolo de lo material. La búsqueda del centro se ha simbolizado como la búsqueda de la Tierra Santa “la búsqueda del Grial” de los templarios o de los caballeros del Rey Arturo.
Precisamente en Tierra Santa, los Templarios se encontraron con el esoterismo musulmán y recogieron claves civilizatorias que llevaron a Europa, por ejemplo, el acabado arte gótico, un definido sistema de agricultura y banca y conocimientos de numerología, de alquimia y de la vieja magia ya perdidos. Ese esoterismo musulmán, cuyos máximos representantes son los sufíes, tuvo mucho que aportar al mundo occidental. Los sufíes son los grandes maestros del Islam, quienes todo lo dejaron para seguir a Dios; son los sacerdotes sabios, ascetas, filósofos, místicos. Los orígenes de los sufíes no se pueden fijar en el nacimiento del Islam como pueblo o como religión. No solamente Mahoma es su gran maestro, sino que consideran a Jesús (llamado Issa, hijo de Miriam) como otro de sus señalados maestros. Y más allá del Cristianismo, los sufíes han bebido de la profundidad de las aguas que han atravesado: de las doctrinas de Zoroastro del Irán antiguo, de los misterios iniciáticos de Egipto y de sus hermanados misterios de Eleusis. Del Budhismo tomaron la idea de la reencarnación; de los griegos, las ideas de filiación platónica o panteísta. Hay en ellos una búsqueda de la perfección a la que llegarán por cinco vías: la absoluta confianza en Dios, la fe viva, la paciencia, el propósito firme y la sinceridad. Los maestros o derviches sufíes se reconocían por su manto a “parches” típico, lleno de colorido. Estos sabios errantes y monjes mahometanos recogieron sus grandes doctrinas de todas aquellas que confluyen en la zona árabe enmarcada por Arabia, Siria, Egipto y Persia. Allí convivían ideas y filosofías como las del neoplatonismo alejandrino – que más que filosofía es una teogonía y una teurgia, al menos en sus más tardíos representantes, Jámblico y Proclo- , el gnosticismo, cargado de elementos helenísticos y orientales como sistema místico especulativo, y el ascetismo cristiano, que si bien tiene gérmenes de misticismo especulativo, era más bien un método práctico de vida. También recogen parte del budhismo indo.
Arabia estaba habitada por un buen número de cenobios cristianos, y los sufíes tomaron en parte este modelo de vida ascético, como se puede observar en el “Ihia” de Algazel. Hay muchos textos atribuidos a Jesús y otros bíblicos puestos en boca de musulmanes para enriquecer místicamente el Corán de Mahoma. A cambio, la mística musulmana aparecerá en el trasfondo del pensamiento cristiano occidental y oriental. Santo Tomás de Aquino explica sus visiones beatíficas y extáticas del mundo por medio de principios de sabios sufíes como Averroes o Avempace. Raimundo Lulio va a tomar de los sufíes hasta su nomenclatura esotérica para sus grandes creaciones místicas, y más directamente para su gran obra “Libro del Amigo y del Amado”. El sendero de los derviches sufíes utiliza la ascética y la mística.
Ambas ciencias no son, como se supone, la misma cosa, ya que la ascética -que sería previa a la mística- es un modo de vida, un método que prepara para la mística. Los ejercicios ascéticos llevan a la conciencia a subir grados en distintos estados anímicos cada vez más elevados, hasta los de la Iluminación, el Éxtasis y el Carisma. Pero siempre -como indica el doctor Máximo Abenarabí- hay un paralelismo entre los favores divinos conseguidos y las virtudes profesadas por el asceta. La divina gracia es el germen de cualquier ascensión hacia Dios, que será seguida por la fe, el amor, la visión o contemplación de Dios, su presencia, su revelación mística y por último, “la Iluminación.” Maestros como Algazel o Abenarabí coinciden en que los fieles deben abrazar la vida ascética, y que si no lo hacen y viven en el mundo, deben hacerlo al menos en la medida de lo posible, sin alejarse demasiado del modo de vida de los monjes.
Para aquellos que adopten la disciplina monástica, cabe la posibilidad de llevarla en solitario (eremita) o de modo conventual (cenobitas). Se recomienda la vida en común hasta que se dominen las pasiones, y mientras se mantendrá el contacto con un maestro que fortalecerá la constante superación del aprendiz de místico, en preparación para una vida contemplativa, posterior, en solitario. Son prácticas ascéticas sufíes corrientes el silencio, el aislamiento, el ayuno y la vigilia nocturna. En esta regla de superación o tarica, que tiene diversos aspectos que aplicar, se diferenciaba el sufismo islámico propiamente dicho de la aplicación por los maestros del Islam hispano, donde no existía una regla o tarica fija. Así, el mismo Abenarabí se formó con 52 maestros y entre ellos, dentro de la vida cenobítica o eremítica, había quienes se dedicaban a la vida contemplativa, a la activa o apostólica o a la peregrinante. Incluso, según estos diversos modos de búsqueda del sendero, estaban los que abrazaban como básico un ejercicio ascético, y así, los vigilantes daban una mayor importancia a la vigilia nocturna, los silenciarios a la vida de silencio total, al modo pitagórico; otros eran ayunadores y en el ayuno basaban su logro ascético, etc. De tal modo, sin precisar hábitos, en ese Islam español se daban diversos tipos de sectas o comunidades reconocidas por su variado modo de seguir la disciplina ascética. Al final de esta gradación, podríamos colocar a los espirituales “meditantes” y “contemplativos”, pasando por los intercesores ante Dios, los “almorávides”, que unían a su vida monástica el carácter militar de defensa, de perfección literaria, coherencia lógica y perfección filosófica que los hace admirables a los ojos de los filósofos y sabios medievales de Occidente cristiano.
Dentro de este camino seguido por los sufíes, hay dos ramas. Podemos distinguir una mística ortodoxa y otra heterodoxa. La mística ortodoxa, ante la unión extática que lleva al alma a lo sublime, se declara incapaz de describirla y la fundamenta en la virtud meramente, y no tanto en el rapto o iluminación visto como favor divino. La mística heterodoxa, de mayor filiación panteísta, nos habla de una aniquilación del alma en esa unión extática, para unirse a Dios, donde se pierde hasta la propia personalidad, como dirían los hindúes del Nirvana. Si el representante de la mística ortodoxa es el nombrado Algazel, en el caso de la mística heterodoxa su mayor exponente es Abenarabí de Murcia, gran filósofo hoy redescubierto.
Es fundamental en el primer grado del ascenso místico el contacto con el maestro, que como gran médico del alma, aprende a leer en el estanque agitado de su discípulo sus carencias, sus apetencias, sus apegos y deseos que más cruelmente le esclavizan. El discípulo aparecerá poco a poco como un libro abierto ante él, y éste seleccionará las vivencias que le deben llevar a controlar sus defectos y agrandar sus valores. Nada más urgente para quien aspira a ser un auténtico monje sufí, pues, que abandonarse en manos de quien es reconocido como maestro y a quien debe espiritualmente su crecimiento y por tanto obediencia.
Hay en esta obediencia no una imposición, sino un suave canto del alma para el joven sufí que accede a entonar su melodiosa entrega, su disposición a servir, de dación máxima que conforma el carácter, a no esgrimir lo que la propia voluntad desea, sino lo que el deber, canalizado por el maestro, indica. En la España musulmana, que lo era plenamente, anidó durante muchos años lo árabe, y con ello lo sufí. Se nos ha descrito generalmente a España como un país invadido por los árabes, que fueron expulsados tras ocho siglos de permanencia en la península. Efectivamente, Boabdil debió llorar la pérdida de Granada, porque más que árabe se debía concebir granadino. Si por muchos menos años de permanencia en el Peñón, los gibraltareños se consideran ingleses, aquellos árabes que “desaguamos por el estrecho” –al decir de Sánchez-Dragó en su Historia Mágica de España – eran tan autóctonos como lo somos nosotros ahora.
Deuda con el mundo árabe la hay, y comienza por nuestro sentido panteísta de la vida, en donde aquel “Dios está en todas las cosas”, si bien ya visigodo, se reafirmó en lo sufí. Y así aparecerá como esoterista hasta el mismo rey Alfonso VI, y se reconocerán sufíes personajes como Abubequer, Sad el Jair de Valencia, Aben Zooca de Orihuela, Abud Havas de Sevilla, maestro de Mohidin Abenarabí de Murcia, Abenjanin de Toledo, Averroes de Sevilla, Aben Massarra, considerado a la postre “massarrita” su modo especial de concebir un sincretismo entre el gnosticismo cristiano y el esoterismo sufí, que le da definición propia a la palabra. Hay en todo esto, un trasvase de ideas y aportes de ida y vuelta: los sufíes islámicos tomarán ideas de los monjes coptos de Egipto y de los cenobios de Siria para llevarlas a Occidente, a las fronteras con el mundo cristiano, a Siria misma, a Jerusalén, donde esas ideas retornan años después al mundo árabe a través de doctrinas como las “massarritas”, las de Abenarabí, las de Lulio.
Porque Aben Massarra, gran místico español que se retiró a las montañas de su Córdoba natal para evitar las persecuciones de quienes le acusaban de hereje, de ateo, de subversor y panteísta, sólo tenía 17 años cuando departía con sus discípulos sobre sus doctrinas. En Aben Massarra está el espíritu del griego Empédocles, considerado grande entre los grandes filósofos, como de Platón, Pitágoras, Sócrates y Aristóteles, exponente de la sabiduría griega que halló su camino de manos del sirio Loeman, hasta ser gran hierofante y profeta, quizá, de los primeros sufíes. Y finalmente esta corriente llega hasta Raimundo Lulio, a través del massarrita, para que él, a su vez, la devuelva al mundo árabe en sus viajes de apostolado entre los “infieles”. Todo un precioso legado místico y filosófico que floreció y adquirió matices de especifidad en ocho siglos de exquisita cultura española y que, creemos, no debería perderse, a pesar del olvido sistemático de la Historia oficial y de las guerras expansionistas del dólar.